Soy una fiel creyente de que no somos nosotros los que encontramos las cosas, sino que ellas nos encuentran a nosotros. Dichas cosas podrían ser de diversa índole: un libro, un relato, una canción, un objeto... todas ellas son como amuletos que aparecen de vez en cuando en nuestras vidas para recordarnos que no perdamos la esperanza, las ilusiones y que nuestros demonios están allí por algo. Nos amargan la vida por algo y que tarde o temprano hemos de aceptarlos y lo que es más: superarlos.
En estos días oscuros, el psicodramaturgo Jorge Bucay, autor de varias obras y relatos cortos cuya finalidad es instarnos a reflexionar, me ha encontrado en el vasto mundo de Internet y he sentido la necesidad de compartir uno de sus relatos con vosotros.
Sin más dilataciones, os dejo leerlo tranquilamente y espero vuestros comentarios al respecto.
El elefante encadenado, obra de Jorge Bucay. |
Cuando yo era pequeño me
encantaban los circos, y lo que más me gustaba de los circos eran
los animales. Me llamaba especialmente la atención el elefante que,
como más tarde supe, era también el animal preferido por otros
niños. Durante la función, la enorme bestia hacía gala de un peso,
un tamaño y una fuerza descomunales... Pero después de su actuación
y hasta poco antes de volver al escenario, el elefante siempre
permanecía atado a una pequeña estaca clavada en el suelo con una
cadena que aprisionaba una de sus patas.
Sin embargo, la estaca
era sólo un minúsculo pedazo de madera apenas enterrado unos
centímetros en el suelo. Y, aunque la cadena era gruesa y poderosa,
me parecía obvio que un animal capaz de arrancar un árbol de cuajo
con su fuerza, podría liberarse con facilidad de la estaca y huir.
El misterio sigue
pareciéndome evidente.
¿Qué lo sujeta
entonces?
¿Por qué no huye?
Cuando tenía cinco o
seis años, yo todavía confiaba en la sabiduría de los mayores.
Pregunté entonces a un maestro, un padre o un tío por el misterio
del elefante. Alguno de ellos me explicó que el elefante no se
escapaba porque estaba amaestrado.
Hice entonces la pregunta
obvia: «Si está amaestrado, ¿por qué lo encadenan?».
No recuerdo haber
recibido ninguna respuesta coherente. Con el tiempo, olvidé el
misterio del elefante y la estaca, y sólo lo recordaba cuando me
encontraba con otros que también se habían hecho esa pregunta
alguna vez.
Hace algunos años,
descubrí que, por suerte para mí, alguien había sido lo
suficientemente sabio como para encontrar la respuesta:
El elefante del circo no
escapa porque ha estado atado a una estaca parecida desde que era
muy, muy pequeño.
Cerré los ojos e imaginé
al indefenso elefante recién nacido sujeto a la estaca. Estoy seguro
de que, en aquel momento, el elefantito empujó, tiró y sudó
tratando de soltarse. Y, a pesar de sus esfuerzos, no lo consiguió,
porque aquella estaca era demasiado dura para él.
Imaginé que se dormía
agotado y que al día siguiente lo volvía a intentar, y al otro día,
y al otro... Hasta que, un día, un día terrible para su historia,
el animal aceptó su impotencia y se resignó a su destino.
Ese elefante enorme y
poderoso que vemos en el circo no escapa porque, pobre, cree que no
puede. Tiene grabado el recuerdo de la impotencia que sintió poco
después de nacer.
Y lo peor es que jamás
se ha vuelto a cuestionar seriamente ese recuerdo.
Jamás, jamás intentó
volver a poner a prueba su fuerza...
Todos somos un poco como
el elefante del circo: vamos por el mundo atados a cientos de estacas
que nos restan libertad. Vivimos pensando que «no podemos» hacer
montones de cosas, simplemente porque una vez, hace tiempo, cuando
éramos pequeños, lo intentamos y no lo conseguimos. Hicimos
entonces lo mismo que el elefante, y grabamos en nuestra memoria este
mensaje: No puedo, no puedo y nunca podré.
Hemos crecido llevando
ese mensaje que nos impusimos a nosotros mismos y por eso nunca más
volvimos a intentar liberarnos de la estaca.
Cuando, a veces, sentimos los grilletes y hacemos sonar las cadenas, miramos de reojo la
Cuando, a veces, sentimos los grilletes y hacemos sonar las cadenas, miramos de reojo la
estaca y pensamos:
No puedo y nunca podré.
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