lunes, 30 de marzo de 2015

El elefante encadenado

Soy una fiel creyente de que no somos nosotros los que encontramos las cosas, sino que ellas nos encuentran a nosotros. Dichas cosas podrían ser de diversa índole: un libro, un relato, una canción, un objeto... todas ellas son como amuletos que aparecen de vez en cuando en nuestras vidas para recordarnos que no perdamos la esperanza, las ilusiones y que nuestros demonios están allí por algo. Nos amargan la vida por algo y que tarde o temprano hemos de aceptarlos y lo que es más: superarlos.
En estos días oscuros, el psicodramaturgo Jorge Bucay, autor de varias obras y relatos cortos cuya finalidad es instarnos a reflexionar, me ha encontrado en el vasto mundo de Internet y he sentido la necesidad de compartir uno de sus relatos con vosotros. 
Sin más dilataciones, os dejo leerlo tranquilamente y espero vuestros comentarios al respecto.

El elefante encadenado, obra de Jorge Bucay.

Cuando yo era pequeño me encantaban los circos, y lo que más me gustaba de los circos eran los animales. Me llamaba especialmente la atención el elefante que, como más tarde supe, era también el animal preferido por otros niños. Durante la función, la enorme bestia hacía gala de un peso, un tamaño y una fuerza descomunales... Pero después de su actuación y hasta poco antes de volver al escenario, el elefante siempre permanecía atado a una pequeña estaca clavada en el suelo con una cadena que aprisionaba una de sus patas.
Sin embargo, la estaca era sólo un minúsculo pedazo de madera apenas enterrado unos centímetros en el suelo. Y, aunque la cadena era gruesa y poderosa, me parecía obvio que un animal capaz de arrancar un árbol de cuajo con su fuerza, podría liberarse con facilidad de la estaca y huir.
El misterio sigue pareciéndome evidente.
¿Qué lo sujeta entonces?
¿Por qué no huye?
Cuando tenía cinco o seis años, yo todavía confiaba en la sabiduría de los mayores. Pregunté entonces a un maestro, un padre o un tío por el misterio del elefante. Alguno de ellos me explicó que el elefante no se escapaba porque estaba amaestrado.
Hice entonces la pregunta obvia: «Si está amaestrado, ¿por qué lo encadenan?».
No recuerdo haber recibido ninguna respuesta coherente. Con el tiempo, olvidé el misterio del elefante y la estaca, y sólo lo recordaba cuando me encontraba con otros que también se habían hecho esa pregunta alguna vez.
Hace algunos años, descubrí que, por suerte para mí, alguien había sido lo suficientemente sabio como para encontrar la respuesta:
El elefante del circo no escapa porque ha estado atado a una estaca parecida desde que era muy, muy pequeño.
Cerré los ojos e imaginé al indefenso elefante recién nacido sujeto a la estaca. Estoy seguro de que, en aquel momento, el elefantito empujó, tiró y sudó tratando de soltarse. Y, a pesar de sus esfuerzos, no lo consiguió, porque aquella estaca era demasiado dura para él.
Imaginé que se dormía agotado y que al día siguiente lo volvía a intentar, y al otro día, y al otro... Hasta que, un día, un día terrible para su historia, el animal aceptó su impotencia y se resignó a su destino.
Ese elefante enorme y poderoso que vemos en el circo no escapa porque, pobre, cree que no puede. Tiene grabado el recuerdo de la impotencia que sintió poco después de nacer.
Y lo peor es que jamás se ha vuelto a cuestionar seriamente ese recuerdo.
Jamás, jamás intentó volver a poner a prueba su fuerza...
Todos somos un poco como el elefante del circo: vamos por el mundo atados a cientos de estacas que nos restan libertad. Vivimos pensando que «no podemos» hacer montones de cosas, simplemente porque una vez, hace tiempo, cuando éramos pequeños, lo intentamos y no lo conseguimos. Hicimos entonces lo mismo que el elefante, y grabamos en nuestra memoria este mensaje: No puedo, no puedo y nunca podré.
Hemos crecido llevando ese mensaje que nos impusimos a nosotros mismos y por eso nunca más volvimos a intentar liberarnos de la estaca.
Cuando, a veces, sentimos los grilletes y hacemos sonar las cadenas, miramos de reojo la
estaca y pensamos:
No puedo y nunca podré.  

sábado, 28 de marzo de 2015

Cállate

Cierro los ojos; respirando metódicamente. No soporto el ruido. El ruido que hacen las cuerdas vocales con la ayuda del aire, los labios y etcétera. ¿Como pueden hablar... tan alto?
Molestan, me molestan.
-Qué te calles, pesao.
Suelto, gritando lo justo. No me gusta gritar pero si me ponen nervioso he de hacerlo, en momentos como estos está justificado. 
Los vuelvo a observar,  siguen con lo mismo, qué pesados...
Unos pensamientos o más bien  unas voces empiezan aflorar desde lo más hondo de mi mente y sé lo que quieren antes siquiera de manifestarlo de forma sigilosa porque tampoco soportan hablar. Qué pereza, tío...
Soy muy perezoso. Soy el tipo que siempre se siente en el rincón más alejado de la clase para pasar desapercibido y callarse; que observa todo lo que hacen los demás y qué pereza... 
Tampoco me gusta pensar. No sé ni por qué existo. Es todo muy... ridículo.
Levanto la cabeza y me encuentro con la cara de un compañero moviendo los labios, no sé lo que me está diciendo.
Asiento lentamente y reprimo mi coletilla "cállate" para decir un desganado acompañado con una mirada hacia el suelo donde puedo ver a mi padre gesticular de forma exagerada y disparando pequeñas gotitas de saliva que aterrizan en mi cara, cuello y hombros.
—Tierra llamando a Hassan—. Hassan es el nombre que me han impuesto en clase por ser tan moreno, alto, delgado... en definitiva, por tener esta apariencia extranjera, diferente.
Sigo mirando a mi compañero sin hacerle caso, solo puedo ver la cara de mi padre, que me sigue gritando. 
Se pasea de un lado a otro en la habitación, detrás de él está la foto de mi difunta madre. Y recuerdo cómo lo hizo él para callarla  cuando se ponía insoportable. Y ahora él está haciendo lo mismo que ella en aquel entonces: ponerse insoportable. Insoportable, tan jodidamente insoportable. 
Recuerdo que cerré los ojos y me moví sin hacerle caso a los gritos desesperados de mi padre. Recuerdo que finalmente se acabaron los malditos gritos y las puñeteras súplicas, también las maldiciones. Mi padre me maldijo, justo antes de morir, justo antes de matarlo con mis propias manos.
De pronto se me nubla la vista, mi compañero me mira raro, murmura algo, supongo que mi nombre. Y no soporto que lo haga.Quiero borrar de la faz de la Tierra mi nombre. Quiero eliminar al tipo que mató a su propio padre y quiero callar las voces.

Cállate.

domingo, 8 de marzo de 2015

Cuándo

Esta no es la típica historia que empieza como una mierda y acaba con final feliz, ni siquiera con final abierto para que el lector pudiera montar su propia conclusión, para que pudiera seguir albergando esos personajes en un lugar de su corazón, mente o espíritu y dejarlos vivir allí hasta el ultimo aliento de su miserable o sublime vida. No. Esta... esto no es siquiera el comienzo.
Porque vamos a ver... ¿cuándo empieza una historia? ¿Al nacer el o la bebé? ¿Al cumplir el primer año o el primer día? ¿Al conocer esa persona o al perderla? ¿Al casarse con ella o al acostarse pensando en ella? ¿O mucho antes...? Antes siquiera de que se produjera el milagroso momento en el que el espermatozoide más rápido fecunde al huevo, vago e inamovible. 
Vamos a ver, ¿alguien me lo dice? Os lo estoy preguntando: ¿cuándo? No es una pregunta retórica, no es una reflexión, no es para que lo penséis o que lo tengáis en cuenta. No. Es para responderme a mí, que no lo sé.
No lo sé.
Y me mata no saberlo.
¿Cuándo? Cuándo cuándo cuándo y cuándo...
Pero ¿acaso importa? ¿Acaso importa algo en esta vida?
No hace mucho vi Men, Woman and Children, una película que me pareció increíble en la que salían buenos actores cuyos nombres no recuerdo, solo recuerdo el de Ansel nosequé (porque es el actor de moda que interpretó Augustus Waters en Bajo la misma esrella y Caleb Prior en Divergente y próximamente en Insurgente), y en la que este Ansel nosequé decía más o menos algo así: todos sabemos que estamos formados por átomos que una vez estuvieron todos concentrados en un único punto que explotó—teoría del famoso Big Bang (no la serie, ojo)— y nos dio lugar a nosotros y toda la materia sea o no oscura que forma este inmenso universo y que tarde o temprano todo esto que conocemos volverá a condensarse en ese punto; por lo que nada importa. Así que pregunto yo: ¿de verdad importa saber cuándo comienza una historia o acaba?
Y... ¡diantres! Ya no sé qué más decir porque estoy perdida. Otra vez.
Lo que vengo a decir es que hay momentos en los que uno— o una— se siente vacío y pocos son los que lo gritan a los cuatro vientos (esto tiene gracia porque, ¿cómo saben  que existen cuatro vientos? ¿cómo han conseguido contarlos? y más preguntas que no paran de formarse y deshacerse en mi cabeza: los pensamientos ni se crean ni se destruyen, solo se transforman). Pocos somos los que poseemos este <<sexto sentido>>, que todos tenemos pero pocos lo hemos desarrollado. 
Si eres de los nuestros entenderás de qué va esto.
Si lo eres comenta esta mierda, porque es lo que es: simple mierda que escribo con la esperanza de llegar mucho más allá de una simple pantalla y que me haga sentir útil de alguna miserable o sublime forma.
Yo soy Shariel y aquí comienza mi historia.